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Los que en estos tiempos andamos rondando los 40 años hemos crecido con ellos, ineludiblemente forman parte de esos recuerdos que encendieron nuestro despertar musical a sensaciones y sonidos que, recuérdenlo, nuestros abuelos decían que eran estridentes, políticamente incorrectos y rebeldes. A nosotros nos daba igual, nos encantaba que sonaran por la radio, que ese rock and roll ligero y esas frenéticas guitarras aparecieran para decirnos que estábamos en tiempos nuevos. Y ayer, muchas decenas de miles de aquellos adolescentes y niños de entonces volvimos a juntarnos con el propósito de celebrar que todavía una banda como Hombres G sigue sobre los escenarios, que suenan como entonces, aunque lo políticamente incorrecto y lo contestatario ya no nos lo parezca tanto y sólo nos muevan las ganas de pasárnoslo lo bien.
Y anoche me lo pasé bien no, lo siguiente. Fue de esas veces que asistes a un concierto y no echas de menos ninguna canción. Todas las que conforman la evolución natural de Hombres G estaban ahí, desde la inicial Venecia hasta los nuevos éxitos de la banda, éxitos que ya suenan a madurez interpretativa, pero en los que siempre queda ese puntito canallesco y esa invitación al buen rollo.
David Summers se metió al público en el bolsillo desde el primer riff de guitarra, y eso que no fue su voz la primera que comenzó el show, que lo abrió Javier Molina con una frase que enciende el rock en español como ninguna otra: "sono il capone della mafia...". Era la señal de que arrancaba la fiesta, que no íbamos a quedarnos indiferentes ante la vorágine de sonidos que se iban a suceder casi sin darnos respiro porque, eso sí, Summers habló poquito pero cantó mucho, mucho, mucho.
Ayer se dieron cita muchos recuerdos, muchas adolescencias de carpetas decoradas, muchas sonrisas y voces rasgándose con estribillos pegajosos y letras incluso rallando en lo surrealista (Marta tiene un marcapasos), pero, sobre todo todo, se dieron cita amigos desconocidos unidos por lo que Hombres G representó en las vidas de todos.
Espectacular el momento en que David Summers y un piano cantaron Temblando mientras el rendido respetable había cedido ya a lo desbordante de las canciones que vinieron antes. En los ochenta eran mecheros los que se alzaban cuando sonaba la que, para mí, es la mejor canción hasta la fecha que ha compuesto el vocalista madrileño, En el siglo XXI, son las luces de los teléfonos móviles las que, como estrellas que caen al coso madrileño, nos recuerdan esa necesidad de las baladas de toda la vida. Y Temblando lo es y allí estuvo, nostálgica como pocas, radiografiando momentos que más de uno ha vivido en un lado o en otro del teléfono. Y luego llegaron otros clásicos, como Devuélveme a mi chica o Nassau, pero ya nos habían tocado tanto el corazón que no nos importó que nos lo agitaran una y mil veces más.
30 años y un día fue un gran concierto, pero seguro que no esperaremos otras tres décadas para volver a ver algo así porque, como reza el tópico, los viejos rockeros nunca mueren.
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