FERNANDO J. LUMBRERAS.
Varias horas antes de que diese comienzo el concierto ya había decenas de personas haciendo cola, canturreando las canciones de Ana Gabriel como si fuese necesario ir prendiendo el aire de esas hermosas canciones, que conforman parte del valioso panorama musical latinoamericano. Y cuando este servidor pudo poner sus pies dentro de La Cubierta de Leganés y ver lo que había desplegado para recibir a tan querida artista, me sentí sobrecogido. Todo estaba mágica y perfectamente dispuesto: una moqueta hacía acogedor el entorno, un océano de sillas y mesas con el oportuno merchandising y los acostumbrados folletos, ir y venir de camareros...
La práctica totalidad de la prensa latina de Madrid estuvo ayer en el coso taurino leganense y eso me hizo echar en falta a la autóctona, a la de aquí, de quien no se supo nada aunque quiero pensar que no se perdieron un evento de estas características.
Y más allá del relleno, de la bulla del respetable ante los conciertos que están por llegar, sobre las once y cuarto de la noche, las luces se apagaron, comenzó el sonido de lo que todos habíamos ido a buscar, primero una frenética presentación de imágenes y luego, jaleada por varios miles de personas que por poco no llenaron el recinto, apareció Ana Gabriel.
La diva de Sinaloa salió solemne, expectante, con su viva mirada capturando el instante mágico de su bautizo como artista en un escenario que jamás había pisado. Tenía la mirada que llevan los que han cumplido sus sueños y el de ella era cantar en un país en el que nunca le faltaron los reconocimientos. Así que encadenó éxito tras éxito y cuando ya se hubo repuesto —o eso creía— el público de Leganés de su mejor arsenal de pop, la artista sacó su lado mariachi, el que le celebró Vicente Fernández un día, el que trajo alguna canción de Juan Gabriel, y el pop melancólico y algo desgarrado se torno en música mexicana en la que se dibujaban amores difíciles y rencores diversos.
Qué hábil fue Ana Gabriel surtiendo de pinceladas de pop latino sus canciones populares, cómo buscó de bien no dejar de seducirnos aunque ya hacía días nos hubiésemos rendido a su inquebrantable talento. Cómoda y segura —y esto sólo lo dan las tablas— la señora de la canción mexicana nos llevaba con absoluta maestría por la vida de sus protagonistas musicales, se dejó querer por ese público latinoamericano que la venía siguiendo desde hacía décadas como si fuese consecuencia irrefrenable que hubiesen de juntarse en la madre patria para redescubrirla.
El repertorio estuvo muy bien compensado, desde canciones bien templadas, baladas casi inmortales hasta desgarradores versos de mariachi que se hacían más sentidos con su característico timbre. Hubiera sido deseable un mejor sonido, pues en tramos mucha gente se quejó de no poder escuchar las palabras de la artista, que habla siempre con voz queda, como reservando su potente instrumento para sus canciones.
Perfeccionista y mimada por el gran público, Ana Gabriel se quitó la espina de cantar en España y nos dejó la rosa, las que brillaban en su ropa entre lentejuelas, Y ahora que está a punto de sacar disco con alguna que otra canción inédita, eché de menos que las compartiera con nosotros luego de años de ausencia de esas nuevas canciones. Seguro habrá otra ocasión, porque me fui con la impresión de que ambos, ella y yo, volveríamos a encontrarnos.
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