El artículo que les ofrecemos hoy y mañana es original de Óscar García Blesa. Lo queríamos compartir con vosotros por la riqueza de las anécdotas que se comparten y porque el disco al que se hace referencia —Más, de Alejandro Sanz— forma parte de nuestro patrimonio sonoro más enriquecedor.
Alejandro Sanz me compró mi primer coche, un Wolkswagen Polo tres puertas de color verde botella. A los pocos meses lo estrellamos de madrugada en la calle María Molina, arrugándolo hasta el siniestro total después de que un Toyota blanco de alquiler conducido por un portugués nos embistiera por el costado. En realidad el bueno de Alejandro no pagó directamente el coche, digamos que las ventas de su tercer álbum, “3” empujaron con alegría mi economía hasta alcanzar la primera conquista de emancipación juvenil representada desde siempre con la compra de un automóvil. En 1995 yo era agente comercial en Warner, y todavía sin conocerle personalmente, Alejandro Sanz ya me parecía un tío cojonudo.
Seguramente no fui el único vendedor de la compañía que llegó al concesionario de su ciudad canturreando ‘La fuerza del corazón’ como método de pago: vender discos a finales de los 90 daba gusto. Solo con recordarlo a uno le entra cierta nostalgia tonta, aquellos días en los que las hojas de pedidos contaban los encargos por millares y no por unidades. No había móviles, ni falta que hacía, nos conocíamos las referencias de memoria y las cantábamos como los niños de San Ildefonso, una a una desde el fijo de la oficina al número del almacén, una especie de teléfono rojo directamente conectado a nuestra cuenta corriente. Hoy está claro que el negocio ha cambiado, pero lejos de pasiones optimistas desmedidas estoy convencido de que la industria pronto recuperará la esbelta figura de los buenos tiempos, una vez que los nuevos canales, formatos y educación en los hábitos de consumo se asienten de manera definitiva.
Recuerdo como si fuera ayer cómo los encargados de comprar discos en los grandes hipermercados, casi siempre personas anónimas con un conocimiento musical limitado que hacían escala temporal en la sección de discos antes de aterrizar en destinos mucho más sexys –como conservas, bebidas o productos frescos–, se embriagaban de verdadera alegría cada vez que veían aparecer al vendedor de Alejandro Sanz: “Ponme cien “luismigueles”, mil “enyas” y tres mil “alejandros”, decían. Despachábamos los discos con un maletín de médico (el mío era marrón con un asa de cuero medio descolgada) donde llevábamos los albaranes, las portadas y muestras de audio, vestidos con una bata blanca y una chapa con nuestro nombre acreditando el oficio de merchan. Éramos la parte más baja de la pirámide de la empresa, no cabe duda, ¿pero saben una cosa?, con aquellos discos y a pesar de aquella estúpida bata blanca nos sentíamos verdaderos jefes.
Hasta mi llegada a Warner no había escuchado la música de Alejandro Sanz. Es verdad que las canciones de su debut “Viviendo deprisa’” habían sonado en bares y discotecas donde uno iba de vez en cuando con veinte años pero, por la razón que fuera, yo no les había prestado ninguna atención. Aquel desconocimiento ante la perspectiva que me esperaba en los siguientes diez años fue una verdadera suerte: abracé la música de Alejandro Sanz desde el primer día como una novedad, libre de cualquier prejuicio idiota.
A pesar de vender discos a toneladas impulsados fundamentalmente por una exuberante inercia del mercado, lo cierto es que mis habilidades comerciales dejaban mucho que desear. Aquello era un hecho, despachar “madonnas” con mi bata blanca no se me daba nada bien. Un día cualquiera, pongamos que un martes, el director de la compañía me invitó amablemente a formar parte del equipo de promoción como responsable del departamento de prensa. Abandonar los almacenes del Pryca llenos de jaulas llenas de discos listos para ser etiquetados fue tan emocionante como ganar la Champions League.Era 1996 y Alejandro Sanz no creo que tuviera ni idea de que tan solo un año después su cuarto disco cambiaría la historia de la música pop en España.
Cada empresa, cada departamento, cada pequeño oficio tiene su truquillo. Y a su medida, encargarse de la prensa en una compañía de discos también. El puesto incluía de serie la ventaja de leer los periódicos en horas de oficina y poder poner cara orgullosa del tipo “¿Qué pasa? Estoy trabajando”, ante la mirada de cualquier compañero celoso (una ventaja de incalculable valor en días de resaca, que quieren que les diga). Hacías tus envíos y preparabas tus dosieres de prensa para que tus logros se pasearan por los despachos de la empresa, todo la mar de bien hasta el día que descubrías cuál era el verdadero propósito de tu tarea: colocarle a los periodistas los objetivos y prioridades de la compañía y decirles que no a las cosas que les interesaban de verdad. En el momento que lo comprendías estabas jodido con el trabajo de malabarista, ese oficio de negociador de palabras al peso verdaderamente agotador. Por ejemplo, si el periodista quiere una entrevista con una muchacha entrada en kilos que circunstancialmente arrasa en todo el planeta y tiene cierto interés periodístico, el de la compañía debe colocarle un sucedáneo de Manu Chao modelo Hacendado que es la prioridad. Y de la gordita nada de nada, que la mujer está muy ocupada. Una vez que entiendes que los objetivos de la empresa casi nunca encajan con las necesidades de los medios, tu vida es completa y casi perfecta. Lástima que no suceda nunca.
La primera vez que escuché ‘Y ¿si fuera ella?’, la canción escogida como primer sencillo del álbum fue con Íñigo Zabala, director de Warner España, quien me agarró por el pasillo con un DAT en la mano y enfiló a toda velocidad en dirección a su despacho. No se vayan a pensar que yo era un elegido o algo parecido, yo estaría en mitad del pasillo haciendo una fotocopia o incluso algo de mucha más responsabilidad cuando de repente empezó a sonar un piano. Aquel hombre quería compartir la canción a toda costa con alguien, fuese el mensajero de MRW o yo, y dio la casualidad de que yo estaba en su camino, algo de lo que por supuesto me alegré muchísimo. Puso la canción a un volumen decididamente exagerado (antes las compañías de música ponían música en sus oficinas) y al terminar solo acertó a decir entusiasmado: “¡La hostia!”. Y en realidad aquella pieza era la hostia, una canción grandota, larga y de construcción imposible, una espiral hipnótica y sobrecogedora, prólogo genial a una colección de canciones imbatibles.
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