FERNANDO J. LUMBRERAS.
Hace algunos meses, tuve la suerte de asistir al último concierto de Leiva en la capital de España. Presentó entonces una canción de Monstruos (Sony Music), una canción que me pareció vibrante, personal e intransferible. Me pareció una brillante antesala de lo que iba a ver la luz poco tiempo más tarde.
Y es que los monstruos dan para muchas canciones, porque quién sabe si en ellos se esconden esos tabúes que sólo los músicos excepcionales convierten en grandes canciones. Leiva nos plantea un trabajo con un sonido inconfundible, un paso más en ese viaje en solitario que, a fuerza de canciones, comenzó en Pólvora y continuó en diciembre. Un disco que suena a enfant terrible, que guarda esa rebeldía muy a lo Bob Dylan pero con una seriedad y un buen hacer realmente soberbio.
Leiva ya no suena a Pereza, de hecho ese periplo parece haber quedado ya muy atrás pese a haber escrito entonces unas más que excelentes canciones. Entre desahogo y desahogo, José Miguel, nos traslada a su infancia de comics y clases de karate en un gimnasio de barrio, se acuerda de los amores pasados y de sus complicidades y sus estragos, dibuja clichés de series de televisión y se asoma al que, sin duda, es su disco más personal, más estudiado, más estructurado. Y es ahí donde aparece la genialidad de este monstruo, en que con todos esos aderezos, la música suena fresca y absolutamente explosiva. Un auténtico alegato de la buena suerte absolutamente bello y, sobre todas las cosas, deliciosamente rockero.
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