FERNANDO J. LUMBRERAS.
Para conocer a Andrés Cepeda (Bogotá, 1973) hay que ir mucho más allá del Latin Grammy, hay que asomarse al icono generacional que representa Paradigma, la banda con la que dio sus primeros pasos musicales en esa Colombia rockera e injustamente estigmatizada de los ochenta y los noventa, hay que hablar del completísimo sentido del romanticismo de un hombre con el que da gusto intercambiar palabras. Para conocer a Andrés es necesario paladear sus canciones, asimilar lo metafórico de sus estudiadísimas letras, carambolear entre la balada, el rock y los ritmos tropicales. Y cuando todo eso se ha conseguido, cuando uno deshace el fenómeno que puede llegar a suponer ir más allá de sus coterráneos Juanes, Carlos Vives o Shakira, descubre que ha aprendido alguna de sus hermosas canciones, no se hace un perfecto desconocido y los oídos y la casa de uno lo reciben de mil amores.
Pero, indudablemente, cuando se navega en la persona, cuando charlas con él y de su boca sale la crónica de cómo se ha ido trabajando ese éxito que le ha convertido en un cantante respetado y querido en la escena internacional, completas los trazos que al principio hayas podido intuir inconexos. Andrés y su música se explican con el corazón. Esa es la sencilla pero definitiva razón de que el concierto de Madrid de ayer haya sido completísimo y hasta podría decir que definitivo.
Con un Teatro Barceló lleno y una amplísima representación colombiana que le esperaba desde hacía meses, Andrés Cepeda salió a divertirse. Sus canciones llegaron llenas de ritmo pero con esa falta de prisa que caracteriza a los colombianos que se saben en confianza. Así se sintió él, entre amigos, como si hubiese abierto las puertas de su casa, hubiese ofrecido un puñado de taburetes y nos pusiésemos a guitarrear. Esa fue la esencia del concierto magnífico que hoy presencié. Completo, cuidado, con todo sonando cuando había de sonar, con unos músicos decididos, resolutivos y corazonados.
Casi en dos partes podemos dividir el show, partido por la mitad por un intérprete argentino que me dejó pizcas de indiferencia pero que apuntaba buenísimas maneras (voz potente y buena actuación) pero que tal vez habría quedado mejor como telonero al principio en vez de artífice de un intermedio innecesario. En la primera parte, en los primeros minutos si cabe, tomada la medida del público, Andrés Cepeda brilló con un pop elegante, con pinceladas de varios álbumes, definió para los extraños lo que los propios conocían: un músico total, musicalmente descarado —qué maravilla poder escribir esto— y con un sentido de la melodía que reivindica lo mejor del pop latino.
A su regreso de este intermedio, haciéndose desear, Andrés se desató. Nos endulzó con boleros, su música más seductora no tenía pausa. Y sobre todo, el respetable reencontró su juventud, la del propio Andrés, la de Desvanecer, la de Mi Generación, auténtico himno ésta última de esos colombianos de más de treinta que décadas atrás se asomaron al pop en el despertar mismo de ritmos y sensaciones. Era como una cita de esas que no quieres que acaben nunca, una visión absolutamente magnífica de un músico extraordinario y muy prolífico. Y un sonido perfecto, intachable.
Había tardado en venir pero ahora son más las ganas de verle de regreso muy pronto.
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